—¡Sofía! —Álex irrumpió en la habitación, su voz cortante del pánico.
—¿Qué carajo te pasó?
—¡No te acerques! —gritó ella, el terror en su voz.
—¡Si Gilbert se entera de que estás aquí, te va a matar!
Álex no se detuvo. Cruzó la habitación en segundos, los ojos ardiendo, la furia apenas contenida.
La levantó en sus brazos, sosteniéndola como algo precioso y roto, y la llevó hasta la cama.
—¡Bájame! ¡Vete, Álex! —sollozó, luchando contra él con las pocas fuerzas que le quedaban.
Su cuerpo temblaba de dolor —dolor real, crudo— y sus gritos lo atravesaron como cuchillos.
Cada lágrima era un detonante, cada temblor alimentaba el fuego dentro de él.
—Estás herida, Sofía. Déjame ayudarte.
—No seas bueno conmigo —susurró entre lágrimas—. Solo vete. Por favor. No puedes estar aquí.
Pero él no se iba a ninguna parte.
Los ojos de Álex recorrieron sus brazos magullados, el desastre hinchado de su rostro, la sangre que goteaba de una herida en su cabeza.
La rabia y la impotencia libraron una batal