Mientras Álex y Josefina cruzaron el umbral de la finca Kane, él vio un semicírculo de batas blancas—la aristocracia médica de Vancouver—agrupados como cuervos en el vestíbulo de mármol.
—¡Por fin estás aquí, joven! ¡Entra, rápido! —gritó Lidia, su sonrisa casi tragándose su rostro.
Una onda de inquietud se arrastró por la espina dorsal de Álex antes de que la forzara lejos.
—Afirmaste que podías curar a mi hija —dijo Jericho, su barítono duro como hierro—. Si no puedes, admítelo ahora.
—Mantengo mi palabra —respondió Álex, una sonrisa calmada cortando por su rostro—. Pero la Raíz del Cielo es mi precio: ¿sí o no?
Jericho poseía la Raíz del Cielo, una hierba rara como reliquia.
La fortuna y paciencia le habían entregado una sola pieza, y solo recientemente había madurado lo suficiente para ser tragada.
La guardaba para los años futuros de Bella, porque cada familia poderosa en la provincia se agarraría por ella si olieran la oportunidad.
—Perfecto —dijo Jericho, escarcha bordeando cada