El Sr. Bernard miró a Álex con rabia, hundiéndole un dedo grueso en el pecho.
—Muchacho, tu mujer es la única aquí con dos dedos de frente. Hazle caso mientras todavía puedas. Confiesa, entrégate... y tal vez, solo tal vez, vivas lo suficiente para ver salir el sol otra vez. Si no, me encargo de que te cacen como a un perro rabioso.
Su voz temblaba de rabia, el rostro colorado mientras escupía cada palabra.
—Soy policía, chamaco. Tengo a toda la fuerza en el bolsillo. Enfréntame si quieres, ¡pero estás jugando con fuego!
Álex lo miró en silencio. De repente, le metió una patada en el estómago que lo mandó hacia atrás.
—No mereces portar esa placa.
Bernard se dobló y vomitó violentamente en el pequeño cuarto. Su cena se esparció por el suelo de cemento. Para empeorar las cosas, se orinó encima. La cara se le puso roja, con lágrimas y sudor corriendo por las mejillas.
—¡Tú... pedazo de mierda! —farfulló entre toses jadeantes y otra oleada de vómito.
La voz de Sofía temblaba de miedo.
—¿Á