La noche anterior.
Una luna inquieta colgaba sobre Vancouver esa noche, proyectando un pálido resplandor sobre el apretado bloque de apartamentos donde Marco Ashford llegó apresuradamente, sin aliento.
Su corazón latía más fuerte que sus pasos, aunque mantenía su rostro cuidadosamente compuesto.
Dentro, Florence estaba bajo la tenue luz del pasillo, sus mejillas surcadas de lágrimas, sus hombros temblando.
—Florence, ¿qué pasó? —preguntó, esforzándose por usar su mejor tono de preocupación.
Ella se aferró a su brazo, con un agarre tan fuerte que dolía.
—Marco... ¡oh Dios... mi hija! ¡Se llevaron a Sofía! ¡Tienes que ayudarla!
Marco forzó un ceño fruncido de simpatía, luchando contra la culpa que se enroscaba en su estómago.
—¿Quién se la llevó? —preguntó en voz baja, aunque la respuesta ya lo estaba carcomiendo.
Había vendido la dirección de Sofía a Hans, y la vergüenza de esa traición presionaba como una piedra fría contra su pecho.
La voz de Florence se quebró, sus lágrimas renovándo