La condujo al último piso, siguió tirando de ella por corredores y cuando llegaron a la habitación más alejada de la casa, la soltó de un empujón y echó el pestillo de la puerta. Millie observó su alrededor y vio que había una mesa de billar, una máquina de pinball y una diana de dardos. Estaban en el salón de juegos.
—Tú, sucia ramera —siseó él, colérico—. Me doy la vuelta un segundo y ya intentas follarte a cualquiera.
Ella lo miró asustada pero no se amilanó.
—Te equivocas, no es cualquiera. Íbamos a casarnos.
—¿Qué? —murmuró sorprendió
La confesión de la chica le había sentado como una patada en la entrepierna. Ella también se dio cuenta de la expresión desencajada del banquero y se mostró más altanera.
—Lo que oyes. Anthony era mi prometido y me ha ofrecido su ayuda —le aseguró con la barbilla erguida.
Bradox recuperó la compostura y empezó a acorralarla lentamente.
—¿Ah sí? ¿Y cómo es eso? —le preguntó en un tono burlón a la vez que la joven retrocedía algo intimidada.
— Me ha