Rosario se levantó al día siguiente. Preparó un té para ella y otro para Lucrecia que aún seguía en la cama. Colocó la pava y al instante sintió a alguien que se acercaba.
— Lucre, ya puse la pava.— Dijo Rosario. — Soy la madre.— Se escuchó oír suavemente. — Ah, disculpe. No sabía que era usté.— Contestó sobresaltada. — No hay nada que disculpar querida. —¿Le puedo preguntar algo señora?— Rosario no sacaba la mirada del agua que dejaba ver la pava sin tapa. — Si, pues claro. —¿Cómo se llama? — Jacinta, querida.— Contestó la madre de Lucrec