No pasó más de un mes cuando atraparon a Odelia. La encontraron en una pequeña ciudad cerca de Londres, intentando pasar desapercibida bajo un nombre falso. Pero su rostro ya había sido publicado en todas partes. Los noticieros, las redes sociales, los periódicos: todos hablaban de la mujer que había participado en el secuestro y el encierro de Celeste Lancaster. La policía la arrestó sin resistencia, con la mirada perdida, como si ya supiera que no había escapatoria posible.
El juicio fue rápido. Los cargos eran graves: privación ilegal de la libertad, complicidad y daños a la integridad de las víctimas. Odelia fue sentenciada a treinta años de prisión. Cuando escuchó el veredicto, no dijo una sola palabra. Solo bajó la cabeza, como si el peso de su propia culpa le impidiera mantenerse erguida. Fue llevada a prisión, y su nombre dejó de circular con la misma fuerza con la que había sido expuesto. Se desvaneció, igual que todo lo que había intentado sostener con mentiras.
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