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Al día siguiente, Lucía se vistió temprano con un traje negro formal que había preparado.

Al mirarse en el espejo, su rostro demacrado parecía adecuado para visitar una tumba.

Al llegar a la sala, Daniel hizo un sonido de desprecio y, deliberadamente, chocó contra ella con el tazón de cereal a medio comer.

Los restos de leche y cereales se derramaron sobre su ropa. —¡Qué asco! —dijo con malicia.

Al ver cómo el niño que una vez fue dulce se había convertido en un ser tan maleducado, Lucía sintió una profunda tristeza.

Recordó cómo había arriesgado su salud visitando bajo la lluvia a los mejores tutores para Daniel, cayendo enferma con fiebre durante tres días.

Creía que así encaminaría a su hijo.

Pero nada de su esfuerzo había importado frente a las palabras manipuladoras de Camila.

Lucía agarró a Daniel, que se alejaba ufano, y le advirtió con frialdad: —Pídeme disculpas.

Daniel, que nunca la había visto tan seria, se sobresaltó.

Al reaccionar, gritó enfurecido: —¡No te pediré perdón! ¡En otras épocas, a brujas como tú las quemaban en la hoguera!

—¡Paf!—

Sonó una bofetada clara y seca.

Daniel, con la mejilla enrojecida, la miró incrédulo: —¿Cómo te atreves a pegarme?

Mateo corrió a ponerse delante del niño y le gritó furioso: —¿Por qué le has pegado?

Lucía se sacudió la mano con indiferencia. —Soy su madre. Es mi deber disciplinarlo.

—¡No es tu deber! —replicó Mateo sin pensar.

Lucía soltó un resoplido frío. —No te preocupes. Pronto ya no será mi problema.

Su actitud era distante, su tono, plano. Era completamente diferente a la mujer sumisa de siempre.

Mateo, instintivamente, preguntó: —¿Qué quieres decir?

Pero Lucía no respondió. Solo le recordó: —Tenemos que irnos.

Durante el trayecto, Lucía viajó en silencio en el asiento trasero, como una pasajera cualquiera.

Mateo la miró varias veces por el retrovisor. Cada vez estaba más seguro de que esta vez estaba realmente enfadada.

Antes, tras una discusión, ella siempre era la primera en buscar la reconciliación.

Pero esta vez ni siquiera se había percatado de que habían desayunado las sobras de la noche anterior. Incluso le había pegado a Daniel.

Al recordar cómo la había encontrado sola y aislada la noche anterior, Mateo buscó en la guantera y sacó una cajita.

En un semáforo en rojo, se la lanzó a la persona del asiento trasero.

Lucía, que descansaba con los ojos cerrados, recibió el impacto y exclamó al instante: —¿Estás enfermo?

Tras seis años de matrimonio, seis años aguantando a Mateo, estaba harta de esos gestos que denotaban una falta total de respeto.

La expresión de Mateo se ensombreció de inmediato. —¡Es tu regalo de aniversario! ¿Y me dices que estoy enfermo?

—¿Me enviaste ese mensaje ayer sobre la tumba y hoy actúas así solo para que me disculpe?

—¡Ya está bien! ¿Qué más quieres?

El semáforo se puso verde y tuvo de concentrarse en conducir.

Lucía observó su ceño fruncido en el retrovisor.

¿Por qué estaba él enfadado? ¿Acaso ella le había pedido disculpas?

¿Por qué siempre le atribuía intenciones que no tenía para luego reprocharle?

Bajó la mirada. Ya no quería indagar más. Abrió la caja con una mano. Dentro había un anillo de diamantes. Brillante, pero común y corriente.

Lo reconoció: era un modelo descontinuado de TR.

En resumen, una pieza retirada del mercado por fallos de diseño, que ni tirada en la calla nadie recogería.

Mientras que el anillo que Camila lucía en el video era la última edición limitada mundial de TR, simbolizando un amor eterno y único.

Ahora lo entendía. Los altibajos emocionales de Mateo durante los últimos cinco años no se debían al estrés laboral.

Su negativa a dar regalos no era por "no ser romántico", como él decía.

Era simple y llanamente porque no amaba a Lucía.

Nada más.

—Click—

Cerró la caja del anillo y la dejó caer sobre el asiento trasero.

Si era un modelo desechado, ella tampoco lo quería.

A cinco kilómetros del cementerio, el teléfono de Mateo sonó abruptamente.

Ni siquiera lo miró. Se detuvo al lado de la carreita de inmediato, evidentemente familiarizado con ese tono de llamada.

Sin ningún pudor, contestó frente a Lucía: —¿Ahora? Pero hoy tengo que...

No se oyó qué le dijeron al otro lado.

El rostro severo de Mateo se suavizó. —Vale, vale. Ahora voy —dijo en un tono bajo y condescendiente.

¿Él también podía poner esa expresión de felicidad radiante?

Qué extraño.

Lucía cruzó los brazos, esperando que dijera alguna insensatez.

Como esperaba, al colgar, se volvió de inmediato: —Tengo una urgencia en la oficina. Ve tú sola a la tumba.

Lucía no era ciega. Había visto claramente el nombre "Camila" en la pantalla de su celular.

Por una mujer, era capaz de faltar al respeto a la tumba de sus propios padres.

Vaya donjuán.

La ironía en sus ojos era indisimulable: —¿Pretendes dejarme tirada en medio de la nada, para que vaya a pie a visitar a tus padres?

—Mateo, bajo esas lápidas en la montaña están tus progenitores. ¿Qué gran emergencia de oficina, en pleno Año Nuevo, puede ser más importante que quienes te dieron la vida y te criaron?
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