David yacía en la amplia cama de sábanas negras y suaves, con el cuerpo desnudo cubierto apenas por la tibieza compartida con Elena. Sus ojos estaban abiertos, atentos, explorando en la penumbra las curvas suaves de su cuerpo dormido, aún marcado por el deseo. Respiraba con calma, como si incluso en el sueño conservara el control. Su piel, expuesta, brillaba tenuemente a la luz tenue que entraba por la persiana entrecerrada.

David giró la cabeza, observando con detalle la habitación. En la pared opuesta, la cruz de San Andrés se imponía, altiva, vertical. A su alrededor, colgaban diversos instrumentos del placer y el poder: cuerdas, fustas, esposas, máscaras. Todo pulcramente ordenado, como una exposición meticulosa de una pasión bien dirigida. Las cadenas colgaban en silencio, como si esperaran volver a participar.

Suspiró.

Con suavidad, apartó el brazo que Elena había dejado sobre su abdomen y se incorporó con cuidado para no despertarla. La observó una última vez antes de irse.