GIULIO
Cuando llegué de Roma, lo primero que hice fue buscar con ansiedad a Leila.
Llevaba conmigo una carta de condolencias que ella escribió antes de conocernos y no sabía qué pensar de la situación, porque su contenido me había calado muy hondo. Apenas llegó de la sede de Londres, a la oficina central de Roma y me la entregaron.
Y eso no había sido todo; también comprobé que ella no iba al club irlandés a cazar hombres con dinero como había pensado y que era prácticamente como la hermana del dueño, a quien, ayudaba desinteresadamente las veces que iba allí.
La encontré, sentada al borde de la piscina, con el Mediterráneo de fondo y el corazón se me detuvo al darme cuenta de que la había extrañado mucho y también al saber que ella no estaba comportándose como había esperado, bas