La brisa de la mañana acariciaba suavemente los jardines de la mansión Salvatore. En el interior, un silencio apacible reinaba en la sala principal, roto solo por el eco de pasos decididos que se acercaban desde la entrada principal. La gran puerta se abrió con lentitud, revelando a dos mujeres que, a pesar del tiempo y la distancia, aún conservaban la misma fuerza en la mirada: Bárbara y Sabrina.
Alanna fue la primera en verlas desde el pasillo. Sonrió con sorpresa al reconocerlas, y caminó con paso acelerado hacia ellas.
—¡No puedo creerlo! —exclamó, acercándose un poco hacia wllas—. ¡Han venido!
—¿Y cómo no? —respondió Bárbara, soltando una pequeña carcajada—. Teníamos que ver con nuestros propios ojos cómo han estado después de todo lo que han logrado Alanna.
Leonardo apareció justo a tiempo para saludarlas, con una sonrisa cálida y un brillo casi imperceptible en la mirada.
—Están en su casa —dijo, con tono solemne, dándoles un beso en la mejilla a cada una—. Siempre lo han estad