El salón estaba sumido en un silencio que parecía espeso, antiguo, como si cada rincón de aquella mansión cargara con los años de secretos, palabras nunca dichas y dolores que se habían guardado por tanto tiempo que ya se habían convertido en parte de los muros. La luz de la tarde caía suavemente a través de los ventanales, tiñendo los muebles con un resplandor ámbar que lo envolvía todo en una melancolía cálida. Afuera, los pájaros comenzaban a silenciarse y el cielo se coloreaba de naranjas y lilas.
Alanna, sentada en uno de los sillones frente a su madre, mantenía la espalda erguida, pero sus manos descansaban abiertas sobre sus rodillas. No había tensión en su rostro, solo una mezcla de serenidad vigilante, como si hubiese aprendido a estar en calma sin confiar del todo.
La señora Sinisterra la miraba desde el otro lado, en silencio también. Pero no era un silencio cómodo, era un silencio de contención, de palabras que estaban a punto de derramarse.
Y entonces, fue Alanna quien ha