86.

Cuando la niña escuchó la voz del transformista, levantó la cabeza. Pude ver cómo sus orejas se movieron de forma independiente, como si fuese un caballo. Luego volvió su mirada hacia nosotros. Su piel, gris como un atún, escamosa, con los dientes afilados, los ojos completos y absolutamente oscuros. El negro de sus iris se había expandido por todo su ojo, cubriéndolo por completo.

Lanzó un grito aterrador, ensordecedor a los oídos, y se lanzó, presa de un instinto incontrolable, hacia el vidrio, golpeándolo con fuerza. Parecía tener una fuerza incontrolable. Saltó como un gato contra las paredes, y cada vez que sus pequeños bracitos o sus piernitas tocaban una de las paredes, desprendía trozos de piedra que caían al suelo. Imparable como una máquina demoledora, gritaba y chillaba como un animal salvaje.

Tal vez eso era.

Era un animalito salvaje.

— Es solo una niña — dije, dando dos pasos atrás para alejarme de aquella visión aterradora.

— Es lo que hace el veneno de Mordor. Eso es
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