—¡¿Cómo te atreves a hacer algo así?! —gritó Ernestina, con la voz quebrada entre la furia y la humillación. Su rostro ardía, no solo por la vergüenza, sino por el dolor punzante que nacía en su pecho.
Amadeo la miró con desdén. Ni una pizca de arrepentimiento se dibujaba en su rostro. Luego rio… una risa seca, cruel, que retumbó como una bofetada entre las paredes del recinto.
—Te lo advertí muchas veces, Ernestina —dijo con voz baja pero cortante—. Yo nunca te he amado… y nunca lo haré. Solo eres la hija de la esposa de mi padre. Nada más.
Las palabras cayeron como cuchillas. Ernestina se tambaleó un paso hacia atrás.
El murmullo entre los invitados estalló como un enjambre de abejas descontroladas.
En ese momento, Amancio, con el rostro desencajado, subió al podio, apartando gente con el brazo.
—¡Amadeo! —gritó, incrédulo—. ¡¿Qué es esta locura?! ¡¿Qué demonios estás haciendo delante de toda esta gente?!
Desde el fondo del salón, entre los asistentes, aún atónitos, estaban Gregorio