145. Saltando del barco
El auto de David avanza con calma, pero mi mente va a mil. Miro por la ventana, sin ver nada realmente. Solo pienso en ella. En su cara. En su voz. En esa maldita intuición que se me clava como un alfiler en el pecho.
—¿Es más grave de lo que creo? —pregunta David sin apartar la vista del camino.
Me tardo unos segundos en responder. Dudo. ¿Debería preocuparlo?
—No…, no me hagas caso. A veces me pongo paranoica —digo con una sonrisa que no me creo ni yo misma.
Pero él no insiste. Solo asiente con una seriedad que le agradezco.
Cuando llegamos, estaciona el coche justo frente a la casa de Vanessa, una de esas viviendas de clase media que parecen sacadas de un catálogo de vida tranquila. Fachada blanca, cortinas floreadas. Un jardín pequeño, pero tan bien cuidado que parece acariciado cada mañana. Rosas, jazmines, un par de macetas colgadas del techo del porche.
Caminamos por el sendero de piedra. El pasto se siente mullido bajo los zapatos. El aire huele a tierra y jabón de ropa.