La luz de la mañana se filtraba en jirones por las cortinas; en la habitación, el silencio olía a vendas y recuerdos. Ivana despertó entre sábanas frías, la piel como si miles de manos la hubiesen tocado esa noche. Dante dormía en una butaca junto a la cama, la barba de dos días marcada por la fatiga; su respiración, ajena al mundo, sonaba como un metrónomo que por ahora aún marcaba la calma.
Ella lo miró un largo rato: los moretones alrededor de sus ojos, la cicatriz de una vida que había decidido no mostrar, la línea dura entre la ternura y la bestia que protegía lo que era suyo. En su pecho, una pequeña esperanza la punzó otra vez —esa posibilidad que no había nombrado en voz alta— y con ella vino una ola de pánico: si tenía un latido dentro, ¿qué podía ofrecerle sino sangre y guerra?
Se incorporó despacio, sintiendo el peso de la noche en cada músculo. Al tocar su vientre, la sensación fue eléctrica. La imagen de desaparecer, de huir con algo suyo, con un pedazo de Dante dentro, s