70.
Alba
Ante la mirada incrédula de todos los invitados, Gian me arrastró con él. A pesar de mis agitadas protestas, él no me hizo caso y siguió avanzando con paso furioso. Ni siquiera le importó que nuestro hijo nos llamara a los gritos, sin entender lo que pasaba. Lo único que pude hacer fue voltear hacia Nuria y rogarle con la mirada que cuidara de él.
Por suerte, ella asintió, tranquilizándome en ese sentido.
—¡Gian, suéltame! —le exigí cuando nos metimos en el ascensor, que se abrió casi de inmediato.
Una vez que se cerraron las puertas, Gian me acorraló contra una esquina. Apenas podía respirar y estaba tan rojo que pensé que volvería al hospital por otra úlcera. Pero lo que más me asustaba era el ardor en mi pecho, una señal de que mis pulmones y mi corazón estaban colapsando.
—¿Por qué, Alba? —preguntó, temblando—. ¿Por qué has venido con ese imbécil?
—No es ningún imbécil, es mi pare… —respondí, pero él me interrumpió.
—No te atrevas a terminar esa frase, porque te juro que ahor