En los pasillos del castillo de Blood Moon, un aire de inquietud impregnaba cada rincón. Las antorchas, que solían arder con un brillo majestuoso, ahora parpadeaban débilmente, como si sintieran la tensión que emanaba de sus habitantes. Magnus caminaba de un lado a otro en el salón principal, el eco de sus pasos resonando en el vacío. Su mente estaba llena de preocupaciones, tantas que parecían atropellarse entre sí, incapaz de darles sentido. Llevaba días sin descansar adecuadamente; los círculos oscuros bajo sus ojos y la rigidez en sus hombros lo delataban. Seth, por su parte, parecía estar perdiendo por completo el control. El Alfa de la manda, conocido por su frialdad y meticulosidad, ahora actuaba como un hombre poseído por la furia y el desespero. Había enviado a todos sus hombres, uno tras otro, con la única orden de localizar a Amelia y a su hija. Algunos regresaron con noticias de pistas falsas, otros no regresaron en absoluto. Magnus sospechaba que la mayoría de los hombres