La luz del mediodía bañaba la oficina donde Amelia estaba sentada, inclinada sobre un escritorio lleno de pergaminos y documentos cuidadosamente ordenados que Deimos le había entregado. A su lado, una pluma descansaba sobre un tintero de bronce, el negro de la tinta reflejaba su propio dilema interno. Se sorprendió al recordar los detalles de aquellas tareas; manejar los documentos era casi automático, una habilidad enterrada en los rincones más profundos de su memoria, del tiempo en el que había sido la asistente y Luna de Seth. “¿Cómo llegué aquí?”, pensó, con una mezcla de nostalgia y confusión. No podía negar que la sensación de eficiencia y control al trabajar en los documentos le resultaba extrañamente reconfortante, como si por un breve momento hubiera olvidado los demonios que la acechaban tanto fuera como dentro.
Un golpe suave en la puerta la sacó de sus pensamientos. Deimos apareció con una bandeja que cargaba el almuerzo. Su expresión, como siempre, era neutral, pero había