El frío del suelo húmedo de piedra se filtraba a través de la túnica de Seth, cuyas vestiduras fueron lo único que Mía dejó que usara, helándole la piel como si ya estuviera muerto. Ahí yacía boca arriba en la mazmorra más oscura del castillo, tenía los ojos vidriosos fijos en las grietas del techo abovedado. Cada respiración era una batalla, cada latido de su corazón un recordatorio cruel de que seguía con vida cuando todo en él gritaba que ya no debería estarlo.
Las cadenas y grilletes de plata cubiertos de Wolf Bane le habían dejado marcas profundas en las muñecas y los tobillos, quemaduras que no sanaban. Pero ese dolor era nada comparado con el vacío que lo consumía por dentro.
Mia lo había rechazado. No solo como compañero, no solo como Alfa.
Lo había arrancado de la Luna misma.
Y ahora, Seth sentía cómo su esencia se desvanecía, gota a gota, como arena escapando entre los dedos.
Liam, su Beta, se apoyaba contra el marco de la puerta de la mazmorra, con sus brazos cruza