El rugido de la nueva guerra se alzaba sobre Velkan. El sonido del caos era ensordecedor, el cielo estaba iluminado por llamaradas rojas de las bengalas que anunciaban el secuestro de la princesa Ayla y por ende la alerta máxima, mientras que los demonios sombra de Aamon se retorcían entre las calles del pueblo, alimentándose de la angustia y la desesperación de todos los habitantes.
Mía corría a través del infierno que ahora eran los pasillos del castillo, mientras su corazón latía con una furia que podía rivalizar con los mismísimos dioses. Cada fibra de su cuerpo gritaba lo mismo: encuéntrala.
Ayla. Su frágil y pequeña hija. El único vínculo que aún la sostenía en esta guerra absurda, el único rastro de esperanza entre las cenizas de su pasado. Y ahora, Seth la tenía. Seth había traicionado todo lo que ella había peleado por darle en este último tiempo y era algo que jamás le perdonaría.
Cada paso que daba era un golpe contra la realidad, cada esquina que doblaba, cada puerta que a