157. La corona del verdugo.
El silencio que queda tras el banquete es extraño, no es el reposo de la calma, sino el de una bestia que contiene la respiración antes de lanzarse al ataque, y yo lo percibo en cada rincón del salón donde aún huele a vino derramado, a sudor, a perfumes mezclados con el hierro del deseo; los cuerpos exhaustos yacen en cojines y alfombras, algunos dormitan, otros se vigilan en medio de suspiros entrecortados, pero ninguno se atreve a hablar demasiado alto, porque saben que la verdadera orgía no fue de piel sino de máscaras, de celos y traiciones que aún palpitan como brasas encendidas bajo la ceniza.
Él me llama sin palabras, con una sola mirada que me atraviesa desde el trono donde aún reina con una quietud peligrosa, y yo camino hacia él con pasos que no buscan apresurarse, cada movimiento medido como si fuera consciente de que el suelo mismo es un escenario que nos observa. Cuando me detengo frente a sus pies, me inclino apenas, dejando que los velos negros resbalen hasta descubrir