El auto me llevó de regreso a la Manada Luna Negra. Todo me parecía tan familiar. Viví aquí dieciocho años, y todo seguía igual que cuando me fui.
Papá me esperaba en la entrada de la mansión.
El tiempo lo había marcado: con los años le habían salido canas en las sienes y el cansancio se marcaba en su cara, antes tan firme.
Al verlo, se me hizo un nudo en la garganta y las lágrimas se me escaparon sin poder contenerlas.
Él abrió los brazos con una sonrisa cálida.
—Mi niña, bienvenida a casa.
Corrí hacia él y me refugié en su abrazo. Entre sollozos alcancé a decir:
—¡Perdóname, papá! Fui mala hija... te hice sufrir tanto.
—¿Y ahora que volviste... te vas a ir de nuevo? —dijo en voz baja.
No me preguntó nada de estos años. No había reproche ni rencor, solo esperanza, con la mirada fija en mí, esperando mi respuesta.
Me sequé las lágrimas y respondí con firmeza:
—No, papá. Esta vez me quedo. Y me quedo para siempre.
Casi sin pensarlo, llevé las manos a mi vientre. Con voz suave añadí:
—