Mis padres, tras escucharme, se compadecieron profundamente de mí.
Mi padre dijo con dureza:
—Está bien que pruebes el trago amargo del amor, así sabrás cuánto te hemos protegido todos estos años.
Pero vi cómo se le marcaban las venas en el dorso de la mano y cómo se le oscurecía el rostro, como si quisiera atrapar a Alejandro Rivas y darle una paliza en ese mismo instante.
Mi madre me abrazó y me consoló:
—Basta ya. En casa dejaremos de pensar en cosas tristes. Es solo un collar de diamantes; mañana te mando a hacer varios más, para que los cambies cada día.
El peso del pasado se me alivió un poco y, entre lágrimas, terminé sonriendo. Esa noche descansé bien.
A la mañana siguiente, mi teléfono apareció con una avalancha de llamadas perdidas de un número desconocido.
Como suelo dormir con el modo avión, apenas encendí el móvil, más de 99 llamadas perdidas comenzaron a sonar como si fueran un castigo.
Un segundo después, el tono de llamada comenzó a sonar. Dudé, pero contesté: aquella