Después de renunciar al trabajo, ya no tuve que dedicar cada día horas extra a conocimientos de informática que no me gustaban.
Había estudiado diseño de joyas en la universidad y, por fin, retomé los planos y los pinceles para volver al sector del diseño que amaba.
Por la tarde, estaba dibujando en el invernadero de casa cuando Esteban Montes llegó de improviso.
Traía una tiara de perlas y diamantes; la reconocí al instante como una diadema antigua del siglo XX, porque la había visto en los libros.
Me fascinaba su motivo de “lazo de amante”, y las perlas, redondas y luminosas, decrecían y crecían con una gradación perfecta que se integraba con los diamantes como lágrimas de amor prendidas a la corona.
Quiso regalármela. Dije que no podía aceptar sin mérito, pero él respondió que era un obsequio reservado desde hacía tiempo para su prometida y que, ahora, no hacía más que devolverlo a su dueña.
Entonces por fin di voz a mi duda: en mi cumpleaños de los dieciocho había puesto los ojo