No hubo boda, pero mis padres me llevaron casi a empujones a sacar el certificado de matrimonio con Esteban Montes; temían que me arrepintiera y como si me hubieran encadenado ya al libro de Familia de los Montes.
Con Esteban fui sincera y le conté mi primera relación con Alejandro Rivas.
Al terminar, él acarició la cicatriz enrojecida de mi muñeca y posó allí un beso lleno de ternura.
—Lo de las cámaras de seguridad lo gestiono yo; no te preocupes. Cuando tu muñeca esté completamente curada, te llevaré a elegir el vestido de novia.
Asentí y lo vi, feliz, entregado a los preparativos de nuestro banquete de compromiso. Durante seis años yo había orbitado en torno a Alejandro; ahora, al cortar de raíz ese vínculo, me sentí ligera, como si me hubieran quitado un peso de encima.
Ver a Esteban escoger personalmente el lugar, traer por avión flores de todos los colores, escribir de su puño y letra las invitaciones y contratar un equipo profesional para diseñar mi estilismo nupcial me hizo c