Arya y Arion, con la última reserva de energía, no dudaron. Se precipitaron, no a la carrera, sino con la urgencia desesperada de quienes saben que cada segundo cuenta. Sus manos, temblorosas pero firmes, se unieron a las de los caballeros, empujando escombros, blandiendo sus armas contra las sombras que, como heridas supurantes, se aferraban a la piedra. Juntos, hombro con hombro, formaron un muro infranqueable de luz y acero contra la oscuridad moribunda.
Con cada golpe que daban, no solo a las sombras sino al propio corazón de la desesperación, el castillo parecía exhalar un suspiro de alivio. La luz, antes un mero recuerdo, comenzó a filtrarse, no por las grietas, sino como una marea imparable que barría la penumbra. Las sombras no retrocedían; aullaban, se retorcían y se disolvían en la nada, quemadas por la valentía colectiva. Finalmente, después de una lucha que les arrancó el último aliento, el último vestigio de oscuridad se desvaneció, dejando un silencio qu