Los caballeros, extenuados pero con una nueva inyección de propósito, rápidamente obedecieron, formando un círculo defensivo que escupía acero y valor. Cada uno se convirtió en un baluarte, un escudo viviente para Arion y Arya.
Con cada golpe que resonaba, cada grito ahogado de un compañero, Arya sentía cómo el tiempo se les escurría entre los dedos, frío y cruel. Cada segundo era un peso insoportable sobre sus hombros. Debían actuar rápido, antes de que la horda de estringes se volviera inmanejable o, peor aún, la secta decidiera hacer su aparición y terminarlos. Arion se acercó al altar, su figura tensa, y comenzó a examinar los símbolos grabados en su superficie con una concentración casi febril. Arya lo observaba con una atención dividida, su espada lista, su corazón latiendo un ritmo frenético contra sus costillas, atenta a cualquier movimiento, a cualquier sombra. —Antiguos... increíblemente antiguos —Arion murmuró, sus dedos trazan