El aire fresco de la superficie golpeó sus rostros como una bofetada helada, un contraste cruel con el infierno que acababan de dejar. La luz del sol, que comenzaba a filtrarse a través de las nubes, no ofrecía consuelo, solo revelaba la suciedad y la sangre que cubrían sus cuerpos exhaustos. La victoria sobre las estringes se sentía hueca, un eco distante ante la sombra que aún se cernía sobre Rivendel.
Uno de los caballeros, un hombre robusto llamado Borin, se apoyó pesadamente en su espada, el aliento entrecortado. Su armadura, abollada y arañada, gemía con cada movimiento. —¿Y ahora qué, Arion? —preguntó, su voz rasposa por el polvo y la tensión acumulada—. ¿Dónde… dónde diablos nos dirigimos ahora? Arion se pasó una mano por el cabello enmarañado, el gesto revelando el cansancio que intentaba ocultar. Sus ojos, antes llenos de furia combativa, ahora reflejaban una determinación agotada, casi desesperada. —La secta… deben tener un nido —dijo, la voz