Mateo
Nos dieron una casa de madera cerca de la muralla.
Compartida, sin ventanas, con techo de palma y olor a sudor viejo.
Aún así, después del barco, parecía un lujo. En nuestra habitación había camas de paja, un cántaro de agua caliente y una mesa rota.
Hugo tiró su bolsa al suelo y se dejó caer como si la tierra fuera de plumas.
—Podría morir aquí mismo y morir feliz —dijo, cerrando los ojos.
Yo no.
A mí me costaba respirar.
La ciudad no tenía alma.
Solo polvo, paredes mal construidas y un aire espeso que me hacía pensar en cadenas.
Esa noche nos dieron permiso de salir a comer algo caliente. Cruzamos la plaza principal: un espacio de tierra batida con una cruz torcida al centro y una fuente que apenas goteaba.
Nos encontramos con Andrés junto al fuego de un local improvisado. Estaba solo, masticando carne seca y bebiendo de una jarra de barro.
—¿Sobrevivieron al recibimiento? —nos preguntó sin mirarnos.
—Más o menos —respondió Hugo, robándole un trozo de carne.
Andrés hizo un