Llegué a casa a las seis y media, después de un día que pareció durar una eternidad. A pesar de haber logrado darle la vuelta a la situación en la cocina de la oficina más temprano, todavía me sentía emocionalmente exhausta. Entre la humillación residual de la fiesta, la extraña sensación de alivio después de compartir historias de citas malas con los colegas, y ese mensaje intrigante que no podía sacarme de la cabeza, mi cerebro estaba funcionando en sobrecarga.
Me quité los zapatos de una patada apenas entré al departamento, tiré la bolsa en el sofá y me di cuenta de que no tenía absolutamente nada para cenar. El refrigerador estaba prácticamente vacío, excepto por un yogurt vencido y sobras de comida china que no podía recordar cuándo había pedido.
—Pizza, entonces —murmuré al departamento vacío, tomando el teléfono para hacer el pedido en mi pizzería favorita.
Mientras esperaba la entrega, abrí una botella de vino que había traído "prestada" de la oficina —una de las ventajas de