Pasé toda la mañana ensayando mentalmente lo que le iba a decir a Nate. Era una conversación simple, en teoría: agradecer por los regalos, aceptar el disco, devolver el collar. Simple, directo, sin complicaciones.
¿Por qué, entonces, me temblaban las manos cuando tomé la cajita de terciopelo azul?
Eran casi las dos de la tarde cuando finalmente logré reunir suficiente valor para caminar hasta su oficina. La puerta estaba entreabierta, y pude verlo concentrado en algunos documentos, un mechón de cabello cayendo sobre su frente de una forma que me hizo recordar el sábado en el mercado.
Toqué levemente la puerta.
—Adelante —dijo sin levantar los ojos.
—¿Nate? —llamé vacilante—. ¿Puedo hablar contigo un minuto?
Levantó la mirada y sonrió cuando me vio, esa sonrisa genuina que siempre hacía que algo se moviera en mi estómago.
—Claro, Anne. Siéntate.
Entré a la oficina, cerrando la puerta detrás de mí.
—Vine a agradecer por los regalos —dije, permaneciendo de pie y sosteniendo la ca