El lunes por la mañana llegué a la oficina quince minutos antes del horario normal. Pero Bianca ya estaba ahí, sentada en su escritorio con una taza de café humeante y una pila de documentos esparcidos frente a ella. Levantó la mirada cuando me vio entrando, estudiándome con esa expresión curiosa que ya conocía bien.
—Buenos días, princesa —dijo, tomando un sorbo de su café—. ¿Cómo estuvo tu fin de semana de exploración londinense?
—Fue interesante —respondí vagamente, colgando mi abrigo en el respaldo de la silla y encendiendo la computadora—. Compré un disco de los Beatles para mi padre —dije, dirigiéndome a mi escritorio sin dar muchos detalles.
Fue cuando lo vi.
Dos paquetes elegantes estaban cuidadosamente colocados al lado de mi teclado. Uno más delgado, envuelto en papel marrón discreto con un lazo simple, y el segundo era el tipo de caja aterciopelada que hace que el corazón de cualquier mujer se acelere. Había una tarjeta pequeña, de papel crema fino, apoyada entre ellas.