Viernes, ocho y media de la mañana, y llegaba tarde. Por supuesto que sí. Justo el día de la cena con los franceses, mi alarma decidió no sonar, mi ducha tardó una eternidad en calentar, y ahora estaba corriendo por los pasillos de Bellucci como si mi vida dependiera de ello.
Balanceando mi bolso, una carpeta con documentos sobre la línea Épure y un vaso gigante de café que había comprado en la esquina, corrí hacia los elevadores. Uno de ellos tenía las puertas cerrándose.
—¡Espera, por favor! —grité, acelerando el paso.
Una mano apareció entre las puertas, impidiendo que se cerraran completamente. Agradecí mentalmente al buen samaritano que me había salvado de cinco minutos más de espera.
—Gracias, eres un án... —comencé a hablar, entrando al elevador sin mirar bien.
Nathaniel Carter estaba recargado en la pared del fondo, impecable con un traje azul marino, observándome con esa sonrisa que ya estaba comenzando a conocer muy bien.
Mierda.
—Buenos días, Annelise —dijo, presionan