El silencio se arrastró por algunos segundos eternos. Yo todavía estaba arrodillada en el piso del elevador, mis manos apoyadas en los muslos de Nathaniel, completamente congelada. Él estaba sin camisa, con la respiración todavía irregular, y la mujer rubia nos observaba con una expresión que oscilaba entre shock y enojo.
—Yo... puedo explicar —comencé, intentando levantarme rápidamente, pero mis piernas parecían haber olvidado cómo funcionar.
Nathaniel extendió la mano para ayudarme, vistiéndose nuevamente la camisa mojada con movimientos eficientes.
—No necesitas explicar nada —dijo, su voz volviendo a ese tono controlado que ya conocía bien. Pero había una tensión en sus hombros que no estaba ahí antes.
La mujer dio un paso dentro del elevador, una sonrisa divertida formándose en sus labios perfectamente pintados de rojo.
—Bien, bien —dijo, mirándome a mí y luego a Nathaniel—. Veo que te conseguiste un nuevo juguetito, Nate.
Juguetito. La palabra me golpeó como una cachetada.