Dante no respondió al principio. Se levantó de la cama, caminó hasta la ventana, corrió un poco la cortina. La ciudad estaba abajo, llena de luces. Vio su propio reflejo con el de Ariadna en el vidrio.
—Porque te vi sangrando y llorando de dolor y miedo en el baño. —dijo, sin darse la vuelta—. Y hubo un segundo… solo uno… en el que no supe que diablos hacer . Y en ese segundo, Ariadna, todo lo demás se volvió… irrelevante.
Apretó la cortina en su mano.
—No estoy preparado para perder algo que ni siquiera admito que tengo —añadió, más bajo.
Ariadna se incorporó un poco, con cuidado de no hacer gestos bruscos. Sentía el corazón golpearle el pecho.
—¿Algo como qué? —preguntó, sabiendo que se estaba acercando a una zona peligrosa.
Dante giró la cabeza lo suficiente para mirarla de reojo.
—No me hagas decirlo ahora —contestó.
—Entonces, ¿qué soy? —insistió—. ¿Soy tu empleada? ¿Tu responsabilidad? ¿Un problema que resolver? ¿O ahora también soy… esto?
Se señaló a sí misma, a la cama, al hu