La voz de mi padre temblaba de incredulidad:
—¿Acaso no sabes que Javier Rivera sufrió un accidente el año pasado? El daño neurológico lo dejó estéril… ¡Si te casas con él, estarás condenada a una viudez en vida!
La mano que sostenía el celular tembló mucho. ¿Viudez en vida? No importaba.
—Mamá, papá, ya tomé una decisión. Volveré en tres días para formalizar mi compromiso con Javier. Sea cual sea el futuro que me espere, lo aceptaré.
Colgué de inmediato. Sabía que mis padres me amaban, pero no podían entender el daño que Iván me había causado.
Durante esos cinco años, tomé la iniciativa incontables veces, siempre siendo rechazada por él.
Llegué a dudar de mí misma: ¿acaso no era lo suficientemente atractiva? ¿Me faltaba sensualidad? Al final, me consolaba pensando que solo quería guardar nuestra primera vez para la noche de bodas… Pero ahora entendía: el problema no era yo, sino que su corazón ya le pertenecía a otra.
Regresé a la villa donde había vivido con Iván durante cinco años. Ahí había volcado todo mi amor: él era mi único pensamiento y mi única obsesión. Aunque solo fuéramos amantes en secreto.
Pero ayer, justo en nuestro quinto aniversario, él había reservado rosas champañas en otro lugar para celebrar el cumpleaños de otra mujer. A través de la multitud, vi cómo sus mejores amigos brindaban por ellos:
—¡Qué el destino los una para siempre!
—Iván, ¡cuando se casen, no olviden invitarnos!
Solo al recordarlo sentía ironía. Después de todos esos años juntos, sus amigos ni siquiera sabían de mi existencia pero sí conocían muy bien su relación con ella.
Al principio descubrí en su celular la reserva del espectáculo de fuegos artificiales.
Creí que era para celebrar nuestros cinco años, así que lo seguí en secreto. Solo para descubrir que era para otra persona.
En ese momento, sonó el timbre.
Al abrir, un repartidor me entregó un pastel:
—Señora, es un regalo de su amante.
Lo tomé y abrí la caja. Se leía una frase:
«Feliz aniversario, mi amor.»
Los dedos me temblaron al instante.
El pastel lo había encargado Iván. La caligrafía era la suya. Todos los años, para nuestro aniversario, pedía un pastel y siempre escribía él mismo un mensaje.
En el pasado, ese gesto me habría conmovido mucho.
Ahora, solo me producía náuseas.
Dejé el pastel sobre la mesa, abrí la tapa y contemplé el diseño delicado y los colores dulces. Sentí cómo el estómago se me revolvía.
Arrojé el pastel al basurero y miré hacia la lámpara de cristal en el techo.
La luz parpadeaba, como burlándose de mi estupidez y mi miseria.
Sin darme cuenta, las lágrimas comenzaron a resbalar una tras otra, manchando el sofá.
Fue entonces cuando la puerta de la villa se abrió de golpe, dando paso a Iván, quien se detuvo en seco al verme allí, tendida en el sofá.
—Sofía Fernando, ¿por qué sigues despierta?