La manzana prohibida

Abel sintió que las manos comenzaban a temblarle, el discurso de inicio que tanto había preparado desapareció en fracción de segundos de su mente al ver a Marla, por lo que colocó la biblia en el podio y comenzó con la oración del padre nuestro en perfecto latín.

Marla sólo permanecía hipnotizada por las sensaciones que emergía de aumentar cuerpo al mirar a Abel, aquel hombre era un ángel, un hombre bueno como los que ella nunca conoció. Pero siempre todo ángel tiene sus demonios internos, y ella no pararía hasta descubrir los suyos.

Luego de aquella oración, “et ne nos indúcas in tentatiónem; sed líbera nos a malo. Amen.” Dijo aquella frase con tanta intensidad como su buscase convencerse así mismo de que así lograría apartarse de sus propios deseos y no pecar.

Los feligreses estaban entusiasmados con la presencia de Abel y por obvias razones, las mujeres que murmuraban en sus asientos sobre lo apuesto y sensual del nuevo párroco.

—Marla, hija. Vamos a tomar la ostia.

—Nonna,
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