Primera noche (erótica+18)

El beso entre nosotros había cambiado por completo el aire en la habitación. La chimenea crepitaba al fondo, pero el verdadero calor venía de él. Del roce de sus manos firmes contra mi piel, de la forma en que su cuerpo me presionaba, como si quisiera marcar su presencia en cada maldito centímetro de mí.

Sus dedos se deslizaron por el lateral de mi muslo, subiendo despacio, haciendo que la camisa blanca que llevaba se levantara poco a poco. La yema de sus dedos estaba caliente, posesiva… y aunque no dijera una sola palabra, su tacto hablaba. Mandaba. Ordenaba.

Sin previo aviso, rompió el beso y me miró. Sus ojos oscuros, casi negros, brillaban con algo salvaje. Una hambre cruda que me erizó la piel. Era un depredador a punto de hundirme los dientes.

— Levanta los brazos —ordenó con una voz grave, baja, como una caricia sucia, de esas que se te quedan pegadas al alma.

Obedecí sin pensar. El deseo y la adrenalina me hacían reaccionar antes que la razón. Él tiró de la camisa despacio, saboreando la escena, revelando mi piel poco a poco. Cuando la tela resbaló por mis brazos y cayó al suelo, sentí el aire frío sobre mis pechos, los pezones endureciéndose al instante.

Sus ojos no se apartaron de los míos ni por un puto segundo.

Me levantó en brazos como si no pesara nada, arrancándome un suspiro. Mis brazos se enroscaron por instinto alrededor de su cuello y estuve a punto de soltar una risa nerviosa, pero esa mirada… esa mirada me calló. Era una advertencia.

Esto no era un juego.

Atravesó la sala conmigo en brazos, subió las escaleras con pasos lentos, firmes, como si cada peldaño fuera parte de un ritual. La casa estaba en completo silencio, salvo por el crujido de la madera bajo nuestros pies y la tormenta que seguía rugiendo afuera.

Llegamos a la habitación, y era justo como la había imaginado: oscura, iluminada solo por las llamas de algunas velas y la chimenea encendida en la esquina. Una cama enorme en el centro, sábanas oscuras, cojines desordenados… y ese olor a madera, cuero y deseo que impregnaba el ambiente.

Me dejó caer en medio de la cama, sin ternura, sin cuidado. Con decisión. Yo era suya esa noche, y mi cuerpo lo sabía antes de que mi cabeza lo aceptara.

Sin decir nada, tomó un cinturón que estaba sobre una butaca. Mi corazón se disparó. Las yemas de mis dedos hormiguearon. Me sujetó la muñeca y ató con fuerza al cabecero de la cama. Hizo lo mismo con la otra. El sonido del cuero apretando mi piel fue como una descarga eléctrica subiendo por mi columna.

Mi respiración era agitada, el pecho subía y bajaba a un ritmo frenético.

Se quedó de pie, mirándome, recorriendo cada curva, cada reacción. Cuando se quitó la camiseta, su pecho ancho, tatuado y a la luz de las llamas, hizo que mi vientre se contrajera. El bulto en sus jeans dejaba claro su nivel de excitación, pero no tenía prisa. Era de esos hombres que disfrutan controlando cada maldito segundo.

Se arrodilló sobre la cama, sus manos recorrieron mis costados y se inclinó hasta quedar con la boca a pocos centímetros de la mía.

— ¿Vas a pedirme que pare? —susurró con esa voz grave, oscura, su aliento caliente contra mi piel.

Negué con la cabeza, la garganta seca.

— Dilo. —ordenó, sus dedos dibujando una línea desde mi vientre hasta la base de mi abdomen, peligrosamente cerca de donde más lo necesitaba.

— N-no… —balbuceé, sin apartar los ojos de los suyos.

La sonrisa que apareció en su rostro fue la de un hombre que sabe que ganó. Que todo el juego estaba bajo su control. Y joder… me encantó.

Descendió por mi cuello, besando, mordiendo suave. Cada marca era un recordatorio de quién mandaba en esa cama. Sus dientes arañaron la piel sensible de mi hombro, y arqueé el cuerpo a pesar de tener los brazos atados.

Cuando llegó a mis pechos, no hubo delicadeza. Su boca caliente atrapó un pezón erecto, succionó, mordió, arrancándome un gemido ronco. Su otra mano apretó el otro pecho con fuerza, sin piedad. Como si quisiera probar mis límites… y a cada gemido, a cada estremecimiento mío, se alimentaba de eso.

Mi piel ardía donde él tocaba.

Siguió bajando, su lengua dibujando un camino por mi abdomen, y cuando llegó a mi sexo, ya estaba completamente rendida, empapada, rogando sin decirlo.

— Mírame —su voz me arrancó del trance.

Levanté el rostro, y nuestras miradas se cruzaron. Esa mirada de macho alfa, de depredador. Casi sobrenatural. Una promesa de destrucción y placer.

Se agachó y empezó a devorarme como si llevara semanas hambriento. Su lengua caliente, sus labios voraces… mi cuerpo entero se arqueó. Los gemidos escapaban sin control, y aunque tenía los brazos inmovilizados, me movía buscándolo.

Su barba raspaba, su boca succionaba, su lengua jugaba… a veces firme, a veces lenta… dejándome al borde del puto abismo.

— Vas a correrte para mí. —avisó con la voz ronca, los ojos fijos en los míos.

Y cuando metió dos dedos sin avisar, mientras su boca seguía torturando mi clítoris, el orgasmo me golpeó con violencia, desbordado, apoderándose de cada parte de mi cuerpo. Grité, sintiendo los espasmos dominarme, los brazos tensos, la mente perdida en ese delirio delicioso.

Pero él no se detuvo.

Siguió, alargando mi orgasmo hasta que las lágrimas brotaron de mis ojos.

Cuando al fin subió sobre mí, sus ojos brillaban de pura lujuria. Me soltó las muñecas, y antes de que pudiera respirar, me giró de bruces, levantando mis caderas.

El sonido del cinturón desabrochándose llenó la habitación.

Todo mi cuerpo se erizó. Aunque no podía verlo, sentía su presencia detrás como una bestia al acecho, algo denso, opresivo, caliente… casi animal.

Tiró de mis caderas hacia arriba, dejándome de rodillas sobre la cama, con el rostro hundido en el colchón, la concha empapada y abierta para él. Lo sabía. Lo sentía. Estaba completamente expuesta, vulnerable… y aun así, el deseo me dominaba más que cualquier pensamiento.

Sus manos grandes, ásperas, sujetaron mi cintura con fuerza, marcándome. El inconfundible sonido del cierre bajando me hizo contener el aliento. Podía escuchar la sangre zumbando en mis oídos. Su polla ya estaba ahí, gruesa, dura, palpitando, la punta rozando mi piel.

Sin prisa, pasó la cabeza pesada por mi coño mojado, deslizándose entre los labios, presionando apenas la entrada solo para torturarme.

— Joder… qué coño tan mojado… —gruñó con esa voz ronca, cargada de malicia y posesión. Y yo gemí solo de escucharlo.

Placer y tensión se mezclaron, haciéndome temblar. Cuando por fin me la metió, un gemido sucio y alto se escapó de mi garganta. Era gruesa, joder… muy gruesa, caliente, llenándome de una forma que ningún hombre, ni siquiera Nathan, había logrado. Sentía cada centímetro entrando despacio, estirando, forzando… y cuando creí que no cabía más, empujó aún más profundo, arrancándome un grito ahogado contra las sábanas.

— Así… joder… qué coño más apretado… —rugió, y sonó tan salvaje que me puso aún más al límite.

Las embestidas comenzaron firmes, profundas. Cada golpe de su pelvis contra mi cuerpo hacía temblar mi culo, estremecer todo mi cuerpo. Gemía sin pudor, sin filtro. El sonido de la carne chocando, mis gemidos roncos y ese olor a sexo llenaban la habitación.

Me agarró del pelo, lo enroscó en su mano y tiró hacia atrás, obligándome a levantar la cara.

— Quiero ver tu cara cuando te corras, ¿entendido, Valentina? —su voz era una orden. Y yo… joder… yo quería obedecer.

Su mirada estaba completamente desquiciada, un brillo dorado, animal, que me hizo temblar aún más. Y eso, solo hizo que mi deseo se desbordara.

Apretó mis caderas, la otra mano rodeó mi garganta, presionando, controlando mis movimientos. Yo era suya. Y eso me ponía jodidamente más húmeda.

El sonido de la follada era sucio, indecente. El olor a semen, sudor y sexo impregnaba el aire.

Sin aviso, salió de dentro y me giró de espaldas, lanzándome contra el colchón. No tuve tiempo de pensar, sus manos abrieron mis piernas con brutalidad y me la metió de nuevo. Profundo. Pesado. Como lo había soñado y nunca había tenido.

La cama crujió, las velas temblaron, y yo me sentí más viva, más follada, más usada que nunca. Y quería más.

Se inclinó sobre mí, su mano grande apretando mi garganta, el pulgar rozando mis labios, forzando mi boca a abrirse.

— Chupa. — ordenó, y yo chupé su dedo con ganas, saboreando el gusto salado del sudor.

Sus ojos… joder… ahora estaba segura. No era normal. Un brillo dorado, febril, posesivo, brutal.

Empezó a embestirme más fuerte, más rápido. Con cada estocada sentía su polla entrando hasta el fondo, golpeando mi cuello del útero, arrancándome gemidos altos, descontrolados.

— Eres mía. — gruñó contra mi oído, su mordida fuerte marcando mi piel.

El orgasmo llegó de golpe. Violento. Un grito desgarrado, mi cuerpo arqueándose, los músculos contrayéndose, mi coño apretándose alrededor de su polla. Me corrí gritando, sollozando, pidiendo más.

— Voy a llenar este coño con mi semen. — susurró jadeando. — Voy a correrme bien profundo y tú lo vas a aguantar ahí dentro, ¿entendido?

Me embistió hasta el fondo, de una forma dolorosa que me hizo gritar.

— ¿Quién es tu dueño? — murmuró, aumentando la fuerza, cada estocada golpeando con un chasquido sucio.

— Vo… tú… — gemí, la voz quebrada.

Sus dedos apretaron más mi garganta.

— Dilo fuerte, joder. Quiero oír ese coño decir quién manda en él.

— ¡Tú… tú eres mi dueño! — grité, la voz ronca, destrozada, pero llena de deseo. — Córrete para mí, señor.

— Puta madre… — gruñó.

Su cuerpo tembló y sentí el primer chorro caliente de semen golpeando en mi útero. Era espeso, mucho. Más que cualquier otro hombre. Sentía cada descarga llenándome, mi coño palpitando, contrayéndose a su alrededor. Nunca había sentido tanto dentro de mí. Era casi animal.

Un gruñido gutural se escapó de mis labios, entre gemidos y sollozos.

Pero él no salió.

Se quedó ahí, su polla enterrada, respirando agitado, una mano aún en mi garganta, la otra marcando mi cintura.

— Esto no ha terminado, Valentina. — prometió, su voz ronca, cargada de ese tono sobrenatural, hambriento, sucio.

Y yo lo sabía.

La noche apenas estaba comenzando.

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