La lluvia caía sin descanso, golpeando el techo de la pequeña casa donde Alexander y Lucía habían comenzado una nueva vida. Afuera, el mundo parecía gris, pero dentro, el aroma del café recién hecho llenaba el aire con una calidez que contrastaba con la tormenta.
Lucía estaba sentada frente a la ventana, observando cómo las gotas resbalaban por el vidrio. Cada una le recordaba algo que habían perdido. Su vida anterior, el bullicio de la ciudad, los trajes impecables de Alexander, las cenas lujosas, las reuniones, las miradas que ella nunca entendió del todo. Todo eso había quedado atrás, disolviéndose entre la lluvia y el silencio.
Alexander llegó empapado, el cabello pegado a la frente, la camisa adherida a la piel. Llevaba una bolsa de pan bajo el brazo y una sonrisa cansada.
—Perdón por llegar tarde —dijo, dejando las llaves sobre la mesa—. El jefe me pidió que me quedara un rato más.
Lucía lo miró con ternura y tristeza al mismo tiempo. En ese instante comprendió cuánto lo amaba…