Ahora que regresaba a la mansión Dietrich no sentía la misma opresión en el pecho que había sentido aquel día en que decidió suicidarse. Era como si finalmente pudiera ver las cosas desde otro ángulo, un ángulo que le permitía entenderlo todo.
Eros la esperaba en el vestíbulo. Se acercó despacio, como si tuviera miedo de espantarla si se movía demasiado —pero ya no era así—, y simplemente extendió una mano que ella, contra todo pronóstico, terminó aceptando.
Después de todo, estaba cansada.
Cansada de pelear.
Cansada de huir.
Cansada… de sí misma.
Esa noche solo durmieron —por primera vez— espalda contra espalda, sin imposiciones, sin contacto físico más allá del leve roce de las sábanas.
Al día siguiente, algo fue diferente.
—¿Te gustaría salir a desayunar? —preguntó él, parado en la puerta con una camisa blanca arremangada hasta los codos. Se veía guapo. Era muy guapo y eso era lo que más le sorprendía de esta relación. ¿Cómo terminó casada con un hombre así?
—¿A dónde? —alzó la v