Aurora nunca había visto el invernadero así.
La estructura de cristal detrás de la casa, olvidada por años, brillaba esa noche como si contuviera estrellas. Las luces cálidas se entrelazaban entre las enredaderas y rosales cuidados, cada rincón perfumado con lavanda, jazmín y un toque de vainilla suave. Una sola mesa redonda, vestida con lino blanco y velas, esperaba en el centro, junto a una fuente que murmuraba con delicadeza.
Aurora se detuvo en la entrada, boquiabierta.
—¿Qué es esto? —preguntó en un susurro, sosteniendo con firmeza la tela del vestido que Alexander había dejado sobre la cama, junto a una nota que solo decía: “Vístete. Confía en mí.”
—Una noche sin recuerdos oscuros —respondió Alexander, apareciendo tras ella con una leve sonrisa, el cabello cuidadosamente peinado, la camisa negra abotonada con precisión, las mangas arremangadas con naturalidad. —Una noche solo para ti.
Aurora no habló. Se giró para mirarlo de frente y sintió, por primera vez desde hacía