El corazón de Margaret latía con fuerza, casi como si quisiera escapar de su pecho. Aferró a su hijo con fuerza, sintiendo su pequeño cuerpo temblar contra el suyo, y salió apresuradamente de aquel cementerio. La mañana era fría, pero no tenía tiempo para pensar en ello. El miedo la impulsaba a moverse, a correr, a huir.
En la esquina, levantó la mano y, casi de inmediato, un taxi se detuvo frente a ella. El conductor, un hombre de mediana edad con rostro cansado, la miró con curiosidad, pero no hizo preguntas. Margaret agradeció en silencio esa pequeña muestra de discreción.
— A la estación del tren — dijo, su voz apenas un susurro.
El taxi arrancó y Margaret se permitió un breve momento para mirar a su hijo. El niño, de apenas meses, casi a punto de cumplir su primer año, la miraba con ojos grandes y sonriente. Ella acarició su cabello con ternura, tratando de transmitirle una calma que ni ella misma sentía.
Al llegar a la estación, pagó al conductor con manos temblorosas y salió de