La luz del sol se filtraba a través de los ventanales del camarote, trazando líneas doradas sobre la madera pulida. El aire estaba impregnado de un aroma familiar: perfume caro mezclado con el rastro dulce de la vainilla y la delicada fragancia del óleo de rosas.
Los frascos que los contenían yacían hechos trizas en el suelo, como un recordatorio punzante de la turbulencia de anoche.
Mi cabello, aún húmedo, goteaba sobre las prendas que intentaba empacar a toda prisa en la maleta abierta sobre la cama. Cada gota que caía sobre la seda y el algodón se confundía con las lágrimas que, por más que intentaba reprimir, seguían escapando silenciosas.
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