Mundo ficciónIniciar sesiónPOV Aurora
Después de la propuesta de matrimonio más extraña que vi en mi vida, me despedí de mi padre una vez más, por última vez. Su ausencia es como un agujero en el pecho, pero sé que él quería que yo fuera fuerte. Y lo seré. Seré fuerte por mí y, sobre todo, por mi hermana. No dejaré que nada nos separe. Tomé el autobús y me dirigí a mi barrio, la Villa de las Palmeras, en su parte más humilde. Las calles son estrechas, asfaltadas de forma irregular, con baches y remiendos. Las aceras están rotas en varios puntos y, en vez de las palmeras alineadas que le dan nombre al lugar, hay árboles dispersos, algunos con hojas secas cayendo sobre los cables eléctricos expuestos. Las casas son sencillas: muchas de ladrillo visto o con revoque gastado, pintadas en colores ya deslucidos por el sol y la lluvia. Los techos varían entre tejas de barro antiguas y placas de amianto. Portones oxidados y muros bajos dejan ver patios pequeños donde la ropa se balancea en tendederos improvisados. En el centro del barrio hay una pequeña plaza con bancos de cemento, maleza creciendo en las esquinas y un quiosco antiguo con la pintura descascarada. El comercio se compone de pequeños bares, tienditas y una panadería modesta, donde el olor a pan se mezcla con el de frituras de las cafeterías cercanas. Las calles siempre están vivas: niños jugando al fútbol, música saliendo de radios viejas, vecinos conversando en las aceras. A pesar de la sencillez y las dificultades, existe un fuerte sentido de comunidad. Todos se conocen, todos se ayudan. Entre los establecimientos hay una cafetería que siempre fue mi refugio: Doce Helena. El nombre vino de la dueña, una señora de cincuenta años, cariñosa y siempre bien arreglada, incluso viviendo en un barrio sencillo. Ella dice que los años pasan, pero que nosotros no tenemos por qué pasar con ellos. En cuanto bajé del autobús, fui directo allí. Al abrir la puerta, el pequeño timbre —ese sonido familiar— anunció mi llegada. El dulce aroma a café invadió mis sentidos. Nunca fui fanática de la bebida, pero admito que el aroma es fascinante. Prefiero el té, quizá por costumbre, quizá porque, como estudiante de medicina, conozco bien los beneficios y perjuicios de la cafeína. Miré alrededor del pequeño y acogedor espacio. Pocas personas ocupaban las mesas: algunas acompañadas, otras leyendo. No me detuve en los detalles, solo caminé hasta mi lugar habitual, en la esquina, cerca de la ventana. Desde allí podía ver la calle: autos pasando, niños jugando al fútbol y a la gallinita ciega. —Mi niña linda… Lo siento mucho. —Era doña Helena. Me abrazó fuerte y yo le correspondí. Además de ser una mujer increíble, ella es la madre que nunca tuve. —Gracias, tía Helena —murmuré. Ella se apartó solo para mirarme mejor, como si pudiera ver las heridas que yo escondía. —Ay, Dios mío… Ven, siéntate, mi niña linda. —Me llevó a la esquina de la cafetería y me hizo sentar. —Cuando me enteré, quedé destrozada. Tu padre era un gran hombre, puedes creerlo. Lo lamento mucho. —Lo sé, tía Helena… Lo creo. —Sabía que ella y mi padre eran como hermanos. Ella estuvo en el funeral, pero yo no logré prestar atención a nadie. —No quise molestarte antes —dijo ella con una pequeña sonrisa. —Usted nunca molesta, tía Helena. Al contrario… siempre me ayudó y estoy muy agradecida por eso. —Le tomé las manos. —Yo también estoy agradecida por ti, mi linda niña. Ya te dije que, si Dios me hubiera bendecido con un hijo, querría que se casara contigo. Sonreí de verdad. Doña Helena no podía tener hijos; lo intentó toda su vida, pero sin éxito. Siempre que nos vemos, repite esa frase y yo nunca la contradigo; sé que eso la consuela. —Yo sería la mujer más feliz del mundo, Helena. —Ella rió. Pasé algunas horas allí, sintiendo un poco de paz. Pero cuando decidí volver a casa… --- Cuando abrí la puerta, el sonido de voces exaltadas casi me tiró para atrás. Gritos. Palabras cortantes. Entré corriendo al salón y vi al señor Víctor en el centro, con el rostro rojo de ira, escupiendo cada sílaba como si fueran piedras. Del otro lado, Margo estaba de pie, firme, pero con la mirada chispeante. Sofía, sentada, se mantenía callada, pero su rostro… nunca había visto esa expresión en mi hermana. Era rabia pura, mezclada con algo que parecía miedo. —¡Salgan de aquí! —rugió el señor Víctor, escupiendo la última palabra como si fuera veneno. —¡Quiero ver que nos saques de aquí, idiota gordo! —replicó Margo, la voz tan afilada que cortaría vidrio. Me quedé congelada por un instante, sin entender nada. Aquello parecía una pesadilla. —¿Qué está pasando aquí? —mi voz salió más alta de lo que esperaba, casi un grito. Los tres se detuvieron. El señor Víctor se volvió hacia mí, una sonrisa torcida apareciendo en la comisura de su boca. Sofía, sin embargo, ni levantó la cabeza. —Ah… qué bueno que llegaste —dijo él con un tono burlón que me dio náuseas. —Quiero mi dinero… o se van de mi casa ahora mismo. Por un instante, pensé que había oído mal. —¿Su casa? —pregunté, sintiendo un frío subir por la espalda. —¿De qué habla, señor Víctor? ¿Desde cuándo esta casa es suya? Él rió, una risa baja y sucia. —¿Entonces él no te lo contó? —inclinó la cabeza como saboreando el momento. —Tu querido padre me debía dinero. Y, como garantía, puso la casa a mi nombre. Ahora… esta casa es mía. Así que recojan sus cosas y lárguense. El señor Víctor era conocido en el barrio: un hombre gordo, de dientes podridos, con fama de usar cosas ilícitas. También era usurero. Muchos decían que había abusado de mujeres, pero nunca hubo pruebas; siempre escapaba de la policía, o tal vez la policía simplemente no se interesaba. Sacudí la cabeza, incapaz de aceptar aquello. —No. Usted debe estar loco. Mi padre no haría eso. Es imposible. —¿Loco? —sonrió más, mostrando dientes amarillentos y torcidos. —Tomo todos los medicamentos que mi psicóloga me manda… pero, ¿sabes qué? —Soltó una carcajada fuerte. —Tal vez sí lo esté. Intenté mantenerme firme. —Esta casa… la compramos cuando nos mudamos aquí. No puede ser suya. Su risa creció, resonando por la sala hasta que las lágrimas brotaron en las esquinas de sus ojos. —Eres muy graciosa, niña. Pregúntale a tu hermana. Ella sabe. Mi corazón se aceleró. Me volví hacia Sofía. —Sofía… ¿de qué está hablando? Ella apartó la mirada. —¡Sofía! —la llamé de nuevo, la voz quebrándose. —Aurora, no… —Margo intentó intervenir, pero levanté la mano para que callara. —Ella me va a responder —dije, sintiendo la rabia crecer. —Me va a responder ahora. Sofía levantó los ojos y gritó: —¿Quieres que diga qué?! ¿Que él dice la verdad?! ¡Sí, la dice! ¡Papá hipotecó la casa! ¿Satisfecha? ¡Él lo hizo… y yo lo sabía! Las lágrimas salieron de inmediato y ella cubrió su rostro con las manos. Margo se arrodilló a su lado, abrazándola e intentando calmarla. —¡Ahí está! —gritó el señor Víctor, con satisfacción mal disimulada. —Ahora hagan las maletas y salgan. ¿Entendieron? Su grito resonó tanto que Sofía se encogió aún más en los brazos de Margo. Yo estaba paralizada. El mundo parecía girar y no sabía adónde mirar, qué decir ni qué hacer. Mi padre había muerto ese mismo día… y ahora, la casa de él… nuestra casa… estaba a punto de sernos arrebatada. —¿Oíste lo que dije?! —vociferó, dando un paso adelante. Tragué el nudo en la garganta. —Yo… yo no puedo dejar la casa de mi padre así. Por favor, dígame cuánto le debía. Yo pago. Solo… deme un tiempo. Él rió de nuevo, esta vez más bajo. —¿Tiempo? ¿Sabes cuánto me debía tu padre? Cuatrocientos mil reales. Todo mi cuerpo se heló. —¿Cuatrocientos mil…? —murmuré, pero la voz apenas salió. Al lado, Sofía empezó a llorar aún más fuerte. —Y ustedes van a pagar —continuó, acercándose más— con intereses. O se van a arrepentir. Fue entonces cuando lo vi. En su cintura, medio visible bajo la camisa, había un arma. Mi corazón dio un salto y sentí un miedo frío recorrerme la espalda. No por mí. Sino por las dos únicas personas que me quedaban. —Señor Víctor… —dije, intentando mantener la voz firme— mi padre fue enterrado hoy. Por el amor de Dios, solo deme un día más para arreglar las cosas y nos vamos. Él sonrió de una manera que me hizo desear no volver a ver ese rostro nunca más. --- Él movió la cabeza lentamente, como saboreando mi súplica. —¿Un día más? —repitió, con una sonrisa cínica. —No. Ustedes ya están aquí más de lo que deberían. Y, sinceramente, no quiero ni un minuto más con ustedes bajo mi techo. Mi estómago se revolvió. —Señor Víctor, por favor… —mi voz tembló, pero continué. —No tenemos adónde ir. Solo necesitamos organizarnos… Él levantó la mano, mandándome callar. —No me interesa. No soy obra de caridad. Esta casa es mía ahora, y no tengo ninguna obligación de ayudar a hijas de moroso. La palabra me golpeó como una bofetada. —¡No hable así de mi padre! —repliqué, la rabia tomando el lugar del miedo por un instante. Él entrecerró los ojos, la sonrisa desapareciendo. —Hablo como quiero. —Y, en un gesto brusco, acomodó la camisa, dejando el arma más visible. —Voy a dar dos horas. Es el tiempo que tienen para desaparecer de aquí. Si pasa de eso, yo mismo me encargo de sacarlas. Margo se levantó, colocándose entre él y nosotras. —Usted no tiene derecho a amenazarnos así. Eso es un delito. Él soltó una carcajada sin humor. —Delito es deber y no pagar, señorita. Y ustedes saben que no tienen dinero para pelear conmigo en la Justicia. Así que… ahórrense palabras y empiecen a empacar. Miré a Sofía. Ella estaba encogida, los ojos rojos, temblando. Todo en mí gritaba para protegerla, pero no había adónde huir. El suelo parecía haber desaparecido bajo mis pies. —¿Oíste, niña? —Víctor volvió a mirarme. —Dos horas. Y si regreso y todavía están aquí… —dejó la frase en el aire, pero el peso del silencio dijo más que cualquier amenaza. Él dio media vuelta, cruzó la sala con pasos pesados y salió, cerrando la puerta con tanta fuerza que el sonido resonó por toda la casa. Por algunos segundos, nadie se movió. Solo el sonido apagado del llanto de Sofía llenaba el ambiente. Margo respiró hondo y me miró, como esperando que yo tomara alguna decisión. Pero yo estaba vacía. Solo pude pensar que, en un solo día, había enterrado a mi padre… y ahora, iba a enterrar el último pedazo de vida que teníamos juntas. ---






