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¡BAM!
Choqué con fuerza contra una pared. Solté un grito, asustada.
—¡Mira por dónde vas! —¿la pared... habló?
Espera un momento. ¡Él no es una pared! Las paredes no se quejan… y mucho menos tienen un aroma amaderado tan intenso, seductor y elegante.
¿En qué estoy pensando?
Levanté la mirada. Y me encontré con la “pared”. Hermoso. Bueno, “hermoso” es poco decir.
Cabello rubio impecable, ojos verdes como esmeraldas —de esos que te llevan a dar un paseo por la selva amazónica en segundos, y luego te traen de vuelta… montado en un caballo blanco y todo.
Era alto. Muy alto. Debía medir, no sé, ¿1,90? Yo mido 1,70 y aun así tuve que levantar bien el cuello para mirarlo.
Espera… ¿por qué lo estoy mirando?
Aparté la vista, ruborizada. Noté que mis cosas habían caído y me agaché rápidamente para recogerlas.
—Perdón —murmuré, sin atreverme a mirarlo otra vez.
Pero, en un abrir y cerrar de ojos, él también se agachó. Nuestras manos se rozaron. Retiré la mía de inmediato. La suya estaba cálida, distinta de la mía, que aún estaba húmeda por el rocío.
—¿Estás bien? —preguntó, mirándome con calma.
Entendí por qué: debía estar temblando. Literalmente. Y con cara de zombie.
Asentí, intentando recomponerme.
—Sí… solo tengo prisa. Perdón de nuevo —dije, recogiendo los papeles lo más rápido que pude y poniéndome de pie. Comencé a alejarme, pero entonces…
—¡Oye, espera! Te olvidaste de esto.
Me detuve. Giré lentamente. Él extendía uno de los papeles.
—Es tuyo, ¿no?
—Sí… gracias —respondí, tomándolo. Y entonces lo recordé: eran las cuentas del hospital. De mi hermanita.
Tragué saliva. El dolor en el pecho volvió, y con él, el miedo. El miedo de perderla. Pero juré que daría lo mejor de mí. Por ella. Por nosotras. Le aseguraría un futuro.
Lo miré otra vez. O mejor dicho, miré a la pared andante, rubia y musculosa. Él me observaba con esos ojos verdes que te quitan el aliento. Ojos preciosos.
¡Aurora, deja de mirarlo! O te vas a quedar aquí todo el día.
Gracias a Dios, el sonido de mi celular rompió el momento. Solté un suspiro que ni sabía que contenía. Busqué el teléfono en el bolso como quien busca una aguja en un pajar.
Al fin lo encontré. Miré el número. Era del hospital.
No era una buena señal.
Contesté.
—¿La señora Aurora Lemos? —preguntó una mujer, con una voz demasiado calmada. De esas que uno sabe que preceden a una mala noticia.
—Sí… soy yo…
Ni terminé de hablar.
—Su padre sufrió un ataque cardíaco esta mañana. Hicimos todo lo posible para reanimarlo, pero… señora Aurora, lo sentimos mucho. Lamentablemente no resistió.
Mi mundo se detuvo.
La visión se nubló. Todo a mi alrededor desapareció. Los ruidos, la gente, las paredes, todo.
Sentí mi cuerpo moverse solo. Me giré y comencé a andar. Pronto aquello se volvió una carrera.
—¡Oye! —escuché que alguien gritaba detrás de mí, tal vez el rubio… no lo sé. No me importaba.
¿Cómo podía importarme? Me estaban diciendo que mi padre… mi papá… había muerto. Pero yo sabía que era mentira.
Tomé un taxi.
—Al Hospital Santa Magdalena. ¡Rápido! —ordené.
Mi padre murió. Mi padre.
El hombre que trabajaba en dos empleos. Que sonreía aun cansado. Que decía:
> “Un día, todo va a estar bien, hija.”
Y ahora se había ido. Y ni siquiera me despedí.
Lloré. Lloré con fuerza. Y me pregunté:
¿Qué voy a hacer ahora?
¿Cómo voy a seguir?
¿Y Sofía? ¿Qué le voy a decir?
No puede ser. Mi padre es fuerte. Ya pasó por tantas cosas. No murió. Voy a llegar a ese hospital y lo voy a probar.
—¿Señorita? ¿Me escucha? —la voz del taxista me sacó del trance.
—Llegamos.
Revolví el bolso, saqué lo que fuera y se lo di. Ni conté. Corrí hacia dentro del hospital como si mi vida dependiera de ello.
Las personas me miraban. Que miren. Que juzguen. Que señalen. No me importa.
La recepcionista me miró con lástima. Odio esa mirada. La lástima es para quienes perdieron. Yo no perdí nada.
—Miguel Lemos. ¿Dónde está? —pregunté, sin rodeos.
—Sí, pero…
—Solo dígame el cuarto.
Ella suspiró.
—Pasillo 2. Cuarto 24. Lo siento mucho…
No respondí. Rechacé esas palabras.
¿Lamento? No acepto lamentos. Mi padre está vivo. Voy a probarlo.
Avancé. Los números pasaban: 16… 19… 20… 22… 23…
Me detuve. Mi cuerpo no quería seguir. Los pies se volvieron pesados. Las lágrimas brotaron.
Frente a la puerta 24, había una adolescente. Cabello castaño, ojos ámbar, las manos en la boca. Sentada en el suelo. Llorando.
—¿Sofía…? —mi voz salió débil.
Ella levantó los ojos. Lloró más fuerte. Se levantó con dificultad, corrió hacia mí y me abrazó. Sollozaba.
Yo no podía moverme.
La garganta apretada. Un nudo sofocante.
Y entonces dijo:
—Aura… papá… él… él no respira.
El mundo, que ya estaba en ruinas, se derrumbó del todo.
Su frase quedó suspendida en el aire como una sentencia de muerte. Me atravesó como una cuchilla fría, directo al pecho.
—¿Qué…? —susurré con voz rota, como si hubiera olvidado cómo hablar.
Me aparté lentamente del abrazo de Sofía y cuando la miré a los ojos, vi algo que nunca quise ver: desesperación pura. Estaba pálida, temblorosa, con los ojos enrojecidos como si hubiera llorado todo el día —y quizás lo había hecho.
—Él… él estaba bien, pero luego empeoró. Intentaron todo, pero… —mordió su labio con fuerza, como castigándose por decirlo— …no pudieron traerlo de vuelta.
De repente, mis fuerzas se esfumaron. Tan débil me sentí que tuve que apoyarme en la pared para no caer. Todo se mezclaba: calor que subía a la cabeza, un frío punzante en la espalda. El sonido alrededor se volvió distante. Voces, pasos, pitidos de máquinas… todo amortiguado, como si el mundo hubiera quedado bajo el agua.
—No… no puede ser. —murmuré— Íbamos a volver a casa, íbamos a… íbamos a cenar juntos hoy… él prometió que iba a cocinar para nosotras…
Sofía intentó acercarse otra vez, pero levanté la mano instintivamente.
—Dame solo un segundo… un… segundo —pedí, con lágrimas desbordando antes de darme cuenta de que estaba llorando.
Cerré los ojos con fuerza, como si eso borrara todo. Pero no desaparecía. La noticia seguía ahí, resonando como un trueno en mi cabeza. “Él no respira.” No, imposible… Siempre fue tan fuerte. Tan sonriente. ¡Me prometió que todo iba a estar bien!
Sentí un nudo en el pecho. Un ahogo que me dejó sin aire.
El dolor de la pérdida es algo para lo que nadie te prepara. Llega sin piedad, sin lógica, y destruye todo lo que creías sólido. Era mi padre. Mi refugio. Mi héroe.
—¿Por qué no me llamaste antes? —pregunté con voz trémula, sin rabia, solo con la desesperación buscando una explicación, una manera de volver atrás.
—Lo intenté, Aurora… intenté tantas veces… pero no contestabas, y luego… no quería que lo supieras por mensaje ni por otra persona. Esperé, pero él… se fue tan rápido…
Ella rompió en llanto de nuevo, y esta vez la abracé con fuerza. Las dos, juntas, llorando como si el mundo se hubiera detenido.
Porque, en efecto, se había detenido.
Al menos, el nuestro sí.
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[Momento siguiente – Sala de reconocimiento del cuerpo]
El pasillo era demasiado largo. Cada paso sonaba como un tambor lento en nuestros oídos. Caminaba con el alma rota, guiando a mi hermana como si fuera una parte frágil de mí.
La puerta se abrió. Y allí estaba él.
Nuestro padre.
Tendido, en paz… como si solo durmiera. Pero era un sueño frío, sin retorno.
Me acerqué con duda, sintiendo el suelo moverse bajo mis pies. Toqué su mano —helada. La piel gris, sin el calor que tantas veces sostuvo mi mano cuando era niña.
—Papá… —susurré— ¿Por qué ahora?
Mi hermana se inclinó sobre su pecho, llorando bajito.
Y entonces vino el recuerdo…
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[Flashback – Algunos años atrás, un domingo en el patio de casa]
—¡Vamos, mis niñas! ¡Quien corte más césped gana un helado! —decía él, sonriente, empuñando una cortadora oxidada.
Yo reía, corriendo con la tijera de jardín, mientras mi hermana tropezaba con la manguera.
—¡Papá, esto es explotación infantil! —gritaba yo, fingiendo enojo.
—¡Explotación nada! Esto es formación de carácter —decía él, en tono de broma.
Después, nos sentábamos en el banco bajo el limonero. Él ponía las manos detrás de la cabeza y miraba el cielo.
—Ustedes son mi mayor orgullo. Todo lo que hago es por ustedes. Nunca lo olviden.
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Volví al presente con los ojos llenos de lágrimas. Tragué el llanto y me incliné, besando su frente.
—No vamos a olvidarlo, papá. Lo prometo.
El sol se estaba poniendo, tiñendo el cielo de dorado que contrastaba con el gris en nuestros pechos.
Caminaba abrazada a mi hermana, que parecía un poco más tranquila, aunque sus ojos seguían perdidos entre el dolor y el vacío.
Fue entonces cuando vimos una figura apurada viniendo hacia nosotras. El tacón de sus botas resonaba en la acera del hospital.
—¡Aurora! —gritó Margo, con el rostro rojo y lágrimas en los ojos.
Nos alcanzó y nos envolvió en un abrazo apretado, sin decir palabra. Su presencia, aunque inexplicable, fue como una manta cálida sobre el alma.
Lloré otra vez. Y por primera vez desde la noticia, sentí que quizás… solo quizás… podríamos soportarlo. Juntas.
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