La clínica de Carlota no parece una clínica: pisos mate, luz cálida, cuadros abstractos, olor a madera. La 512 ahora es la 304. Las paredes no escuchan. Los ascensores son mudos. Amara está de pie, con bata y un chal sobre los hombros, mirando la lluvia a través de una ventana más baja. Se acaricia el vientre al ritmo de una música que nadie oye. Cuando la puerta se abre y asoma Sophie, la vieja lealtad le desordena el rostro.
–Perdón por la hora, por la cara, por… –Sophie se queda con la frase colgando. –Tienes que saber esto ya.
–Siéntate y cuéntame –dice Amara.
Sophie apoya la carpeta sobre la mesa auxiliar. Las manos le sudan, pero la voz le sale firme, aprendida en la intemperie de mil reuniones. Relata: la entrada de los abogados, los papeles, el tono de la amenaza, el rugido contenido del consejo, el CFO queriendo “transparentar” el asunto a los medios, la foto enmarcada de Amara delante del salón como un ojo que juzga.
–Dijeron que venían a proteger “el patrimonio familiar