Dos días después, El alba apenas lame los vitrales de la mansión cuando Úrsula despierta sobresaltada: la sábana del otro lado de la cama está fría, lisa, intacta, como si nadie hubiese dormido allí. El reloj sobre la cómoda marca las 6 : 07 a. m. y, sin embargo, en la casa reina un silencio demasiado denso para esa hora: ni el chirrido del parquet, ni el repicar distante de la cafetera, ni el tarareo habitual de los jardineros al encender las mangueras.
Una sospecha le recorre la columna como un dedo helado. Se calza la bata de seda, arrastra los pies sobre la alfombra para no delatarse y cruza el corredor. Cada paso es un eco dentro de su pecho. Sabe adónde va –al despacho de Carlos–, pero su corazón late como si caminara hacia la horca.
El pasillo de caoba huele a cera fresca y antiguas discusiones. La puerta entornada del despacho deja escapar un murmullo áspero. Úrsula se pega a la pared, contiene la respiración y acerca el oído al resquicio
–Aquí tiene los informes de las cua