El reloj del despacho marca las nueve y veinte. El sonido metálico del segundero parece martillar cada respiración, cada pensamiento. El aire está espeso, saturado de ese tipo de cansancio que no se cura durmiendo, sino enfrentando lo inevitable.
Sophie entra despacio, casi con culpa, sosteniendo una carpeta contra su pecho. La luz de las lámparas resalta el cansancio en sus ojos, y por un instante duda si debería hablar. –Estos son los últimos detalles de la colección –dice al fin, dejando la carpeta sobre el escritorio de Amara.
Amara no levanta la vista. Su mirada sigue fija en los bocetos esparcidos frente a ella, como si temiera que al mover un centímetro los papeles, todo lo construido se desmoronara. –Déjala ahí –responde
Sophie se queda inmóvil unos segundos, observándola. Luego, con un tono cargado de una preocupación mal disimulada, se atreve a preguntar: –¿Crees que todo va a salir bien?
Amara alza lentamente la mirada. Sus ojos, oscuros y brillantes, no muestran espera