Hacia el final de la primera hora desde que entró el quirófano, una puerta se abre. Un médico joven, con la frente perlada de sudor y la expresión en el límite entre el cansancio y la gravedad, sale con paso medido. Se limpia las manos con la misma lentitud que usa un comandante al dar malas noticias. Cristóbal se levanta al instante, como empujado por un resorte; Carlota también. Amara se pone de pie, con la sensación de que sus piernas le pertenecen a otra persona.
–Soy el Dr. Herrera –dice el cirujano, con una voz que busca suavizar lo irreparable. – Hemos terminado la intervención. Hemos hecho todo lo posible.
Las palabras caen y suenan huecas. Amara no comprende del todo. Su mente se aferra a cada sílaba como una tabla en un naufragio. –¿Está…? –su voz se quiebra en una sola palabra.
El médico respira hondo. Sus ojos miran a Amara con una verdad que no quiere ser cruel y es inevitable. –Sufrió pérdida sanguínea significativa. Teníamos que controlar una hemorragia interna mayor